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domingo, 28 de marzo de 2010

Hechos bochornosos de la historia contemporánea de Venezuela: Raiza Ruiz


Texto presuntamente original del Dr. Guillermo COLMENARES-ARREAZA.

Raiza Ruiz, caída del cielo. La metáfora de la sobrevivencia nacional.

Caso del YV -244 C, martes 01 de septiembre de 1981.

28 años después cuenta como sobrevivió en la selva, fue dada por muerta y sepultada…. Historia sorprendente de VENEZUELA que aún es noticia.

En su féretro había huesos de animales, una lapa y un venado. El caso conmovió al país, no sólo por la irresponsabilidad de quienes levantaron el siniestro, anatomopatólogos y autoridades en general, sino porque su regreso a la vida “legal” fue una batalla de años. Una durísima resurrección en tribunales.

Por cierto. El “Dr” que certificó en la autopsia que los huesos de la lapa eran los de la Dra Ruiz , fué designado años después por el presidente Hugo Chávez como ministro de sanidad y jefe de salud en Venezuela. Es mas... Hasta un hospital “revolucionario” lleva su nombre.

http://bitacoramedica.com/weblog/2009/11/quien-recuerda-a-raiza-ruiz-28-anos-despues/

En agosto de 1981, Raiza Ruiz le entraba a la Medicina por el sur, un costado que le resultaría doloroso en más de un sentido.

Tenía veinticinco años y estaba en el Amazonas haciendo la rural, requisito para optar al título de médico cirujano, en acto pautado para unos meses más tarde. Había sido destinada a Maroa, punto que el mapa ubica en ese pico que nuestro territorio hunde en el de Colombia, allá abajo.

Para ese momento Raiza no tenía nada de particular.

Hija de orientales (sucrense él, de Anzoátegui ella) avecindados en Caracas, una buena estudiante de la Universidad Central de Venezuela, notable, eso sí, por su minúscula complexión, metro y medio en el que parece caber la vitalidad de un equipo de fútbol.

Sin embargo, el primero de septiembre de ese año el rostro de Raiza se haría famoso en todo el país: el avión en que viajaba había desaparecido en plena selva.

Cinco días después, el sábado, una lápida con su nombre se erguía en el camposanto; y el lunes siguiente su cuerpecito, todo costras y quemaduras, era encontrado en algún lugar de esa nada venezolana en que transcurrieron los hechos.

-Nosotros íbamos a Puerto Ayacucho explica Raiza, con la voz más dulce y el cuerpo cruzado por cicatrices- a protestar por las pésimas condiciones de trabajo de los médicos rurales y a cobrar por primera vez, en mi caso.

El avión salió un martes de Maroa a San Carlos para recoger al médico, al odontólogo y al enfermero y de allí irse todos juntos a Puerto Ayacucho.

Pero se cayó en la ruta de Maroa a San Carlos, como a las nueve de la mañana.

“Había un tiempo cerrado, todo se veía blanco. Y de repente nos vimos metidos en las matas. Yo no sentí la precipitación del avión, simplemente me vi rodeada de unas ramas y pensé: esto es insólito, ¿cómo aterrizamos aquí? Yo no podía concebir lo que había pasado, cómo va alguien a pensar algo tan absurdo como que el avión donde va se ha caído.

Era que estábamos buscando ya el espacio para aterrizar y, como no se veía nada, nos metimos en la vegetación. No hubo caída, sólo un trancacito.

El avión se metió entre las copas de los árboles y después fue que estalló y terminó de caer”.

-Con ustedes adentro.

-Si. Yo gritaba, los demás no, no sé por qué, estarían desmayados o mudos de la perplejidad pero el caso es que no gritaban. Yo pensé que estaban muertos y salí de allí, después salió el piloto, el capitán Rómulo Ordóñez, luego el otro señor, un juez colombiano llamado Juan Manuel Herrara… y el otro, el agente policial Salvador Mirabal, no salió, se ve que había perdido el conocimiento.

Cuando se apagó el fuego los hombres lo sacaron y todavía estaba vivo, murió al poco tiempo por las horribles quemaduras que tenía, nunca he visto algo tan espantoso como eso.

-¿Por qué se alejaron del lugar del accidente?

-Esa es la gran pregunta.

Temíamos que no iban a encontrarnos porque el avión había caído en un lugar muy tupido, apenas el clarito donde caímos y todo lo demás era cerrado, tanto que estaba lloviendo y abajo apenas llegaban las góticas. Pensábamos que no debíamos estar tan lejos de San Carlos.

Y yo, nunca se lo dije a ellos, pero tenía horror de ver un cadáver descomponerse allí, al lado mío. Además, teníamos mucha sed, estábamos muy quemados y necesitábamos agua.

Fue todo eso… el miedo… por eso abandonamos el sitio, que ahora sé que no debimos hacerlo.

-Entonces comenzó la caminata.

-Una caminata eterna. Conseguimos un riachuelo chiquitico, tomamos agua y empezamos a seguirle el curso con la esperanza de encontrar el Río Negro o uno más grande, pero nunca lo encontramos.

-En ese riachuelo el juez colombiano decidió quedarse.

-El juez se sentía muy mal, no podía caminar, lo dejamos en un sitio cercano, con agua, y le dijimos que seguiríamos adelante para buscar ayuda y que luego nos reuniríamos.

-¿Cuál era el estado de este hombre?

-Estaba muy asustado y, sobre todo, muy adolorido por las quemaduras y por algún traumatismo abdominal y ocular. Me pedía que no me fuera, que me quedara con él y lo acompañara. Yo no sabía qué hacer. Pensé que era más sensato seguir buscando ayuda.

-¿Usted cree que él apelaba a su compañía como médica?

-Como gente. Le espantaba la idea de quedarse solo y necesitaba la compañía de una persona. Ser médico allí no ayudaba en nada, más bien me desayudó porque estaba siempre consciente de lo que nos estaba pasando y eso me producía mucha angustia. Los primeros tres días comencé a presentar fiebre.

Después dejé de orinar, sabía que tenía una infección muy severa, que estaba deshidratada, que iba a caer en shock… después de eso voy a morir, pensaba.

Llevaba una secuencia siniestra de los hechos.

Y eso no me ayudó en lo absoluto. Por otra parte, no tenía nada con qué ayudar, más que un cinturón que usé para inmovilizar una fractura.

Los indígenas baré que me rescataron me dijeron después que si yo hubiera cubierto de lodo mis quemaduras, que al principio eran leves, no se hubieran infectado después ni se hubieran cubierto de moscas y gusanos.

Pero yo, como médica, hacía lo contrario: tratar de mantener limpias las áreas quemadas.

-Usted y Rómulo Ordóñez continuaron entonces el camino.

-El tercer día, el jueves, llegamos a un sitio muy extraño donde había unos árboles muy grandes, caídos, que tenían unas inscripciones, unos nombres escritos. Se ve que eran vestigios de la época del caucho.

Llegamos allí y nos pusimos a caminar entre los troncos derribados. Vagábamos como fantasmas.

De pronto, Rómulo se quedó parado ante uno de los árboles y me señaló lo que estaba escrito. Mira, me dijo, éste es el nombre de mi hija. Era un árbol caído que servía como puente sobre una especie de gran estanque de agua.

En los dos extremos del agua había unos claritos y uniéndolos, el árbol. Abandonamos ese sitio el mismo día, caminamos tratando de seguir el río pero volvimos a llegar allí. Todo el tiempo escuchábamos el ruido de aviones y helicópteros.

Al día siguiente decidimos pararnos en cada uno de los claritos y hacer señales cuando sintiéramos un avión cerca.

Eso que uno ve en las películas, tan absurdo, la gente gritándole a un avión; eso lo hicimos nosotros.

Sentimos venir uno y empezamos a gritar, a pegar saltos, a agitar los brazos.

En un momento, yo dejé de escuchar a Cigarrón, pasé corriendo por el árbol y cuando llegué a donde él estaba lo encontré muerto.

No hice nada, no sé cuánto tiempo estuve allí mirándolo e intentando convencerme de que Cigarrón estaba muerto.

-¿Sabe las causas exactas de su muerte?

-Él estaba más quemado que yo, pobrecito.

Tenía fracturas, por lo menos una de costilla.

Se había lastimado un pie después del accidente, durante la caminata, nos habíamos caído y no podía caminar bien.

Tenía problemas respiratorios y tosía constantemente.

-¿De qué hablaban mientras caminaban?

-No creas que hablábamos de nada trascendente.

Hablábamos de la familia, de lo que pasaría cuando nos encontraran, de lo que estaríamos haciendo en ese momento si no estuviéramos perdidos en la selva, de lo que más queríamos hacer en el mundo.

Lo que él más quería hacer en el mundo era estar con sus hijas; y yo lo que más quería era bañarme, ponerme ropa limpia y fumarme un cigarrillo.

Mis cigarrillos se habían quedado en el avión, después los encontraron.

Supongo que hablábamos incoherencias… ¿te acuerdas de tal película?… yo tenía un perro que se llamaba tal… de su esposa… de cuando éramos niños…

-¿Lograban dormir?

-Muy poco. Era muy difícil. El primer día nos cogió la noche en un morichal, un pantano, como soy tan chiquita el agua me llegaba a la barbilla y casi me ahogaba.

Bajo el agua, la hojas del moriche nos cortaban las piernas, eran como cuchillos.

Con la noche encima no lográbamos ver nada, no sabíamos dónde estaba la orilla y llovía constantemente.

Intentábamos dormir agarrados de los troncos… en vano.

-¿Qué hizo usted después de que Ordóñez murió?

-Cuando logré salir del estado de dolor y pánico en que aquello me dejó, me fui de allí pero volví a regresar.

Estaba completamente perdida.

Pasé la noche del viernes cerca de su cadáver.

Parecía que era imposible dejar aquel sitio; al menos siguiendo el curso del riachuelo, era imposible.

El sábado decidí abandonar el río y continuar en otro sentido. No volví a pasar por aquel lugar terrible pero perdí el agua, mi único alimento.

-¿No comía hojas?

-Un día me comí una hojita. Es que tenía miedo, no sabía qué cosas podían ser venenosas.

Cigarrón me había dicho que los indígenas de la zona acostumbraban usar ciertas hojas de allí para preparar un veneno llamado pica-pica y nadie sabía qué material vegetal era la base de eso.

Ante el terror, no comía nada. Pero el sábado me comí una hoja larga, como de lirio, que me supo rico, algo así como lechuguita sabrosa.

El domingo comí unas frutas rojas que estaban picadas de pajaritos lo que me hizo pensar que no debían ser venenosas.

Y el lunes me encontraron. Caminé de martes a lunes, casi una semana.

-¿Cuál fue la peor parte? ¿El hambre, el miedo?

-Las noches. Eternas, oscuras, húmedas, tenebrosas, llenas de ruidos, pobladas de animales, de insectos que no podía ver.

-¿Lloraba?

-Todo el tiempo.

-¿Rezaba?

-No exactamente. Por alguna razón a mí se me bloqueó completamente la existencia de los santos y de las vírgenes.

Me acordaba directamente de Dios.

Pero no puedo afirmar que fuera un diálogo muy amistoso que digamos.

Le reclamaba aquella injusticia, no entendía por qué nos sometía a aquella cantidad de cosas.

No tengo, le decía, ni siquiera la edad como para haber acumulado tantos pecados que purgar.

Cómo es posible.

Yo creo que el tipo se obstinó y terminó dejándome a mi suerte.. no me la calo, habrá dicho.

Ese año habían ocurrido unas cosas que me habían impactado tremendamente: había muerto Bobby Sand, un preso político de Margaret Thatcher. Bobby Sand, que era irlandés, entró en una huelga de hambre y la señora lo dejó morir de hambre.

No debía estar en mis cabales porque mientras caminaba, peleaba con Dios por mi situación, por dejar morir a Bobby Sand, porque Pinochet seguía en Chile tan campante, mandando.

¿Y los desaparecidos?, le echaba en cara a Dios mientras avanzaba en la selva, perdida, llorando a moco tendido.

-¿Temió en algún momento que hubieran suspendido su búsqueda?

-Si. En algún momento se me cruzó esa idea pero la deseché inmediatamente, me parecía absolutamente inaceptable (todos saben que la búsqueda duró muy poco). El día viernes, después de la muerte de Cigarrón, pasó un avión militar tan bajito que yo creo que me hubieran visto.

Pero le tuve tanto miedo a ese avión, no me pregunten por qué, sentí tanto terror que me escondí debajo de un árbol.

Yo estaba en un clarito, las posibilidades de ser vista eran muy altas, pero sentí pánico de aquel avión tan grande… supongo que ya estaba rozando la locura… después supe que ahí iban mis restos.

No puedo explicar esto.

-¿Qué ocurrió a partir del momento en que los niños indígenas la vieron?

-Ellos me ven el domingo en la tarde. Yo tenía intacto mi reloj, de manera que siempre sabía el día y la hora.

Esa tarde yo sentí, no los vi, sentí que allí había gente, hubiera podido jurar que aquello era gente, no animales.

Yo estaba tendida en la tierra, ya no podía dar un paso, estaba muy débil, daba dos pasos y me caía.

En ese momento sí quería morirme porque ya estaba demasiado mal, estaba sufriendo mucho.

Entonces sentí la presencia de los niños y me di cuenta de que se habían ido. Me quedé allí toda la noche y al día siguiente me encontraron los adultos.

-¿Tuvo miedo de ellos cuando los vio?

-Sí, qué absurdo. Después de tanto desear el encuentro con una persona, me asusté.

Y lo que les pedí fue que me indicaran cómo llegar a San Carlos.

No hay duda de que estaba sumida en un estado cercano a la locura.

-¿Qué hicieron ellos?

-No me hicieron caso.

Me dieron agua poco a poco, me curaron, me limpiaron los gusanos que tenía en el cuello, rezaron, cantaron y construyeron un catumare para transportarme (una cesta que ellos se cuelgan de la frente para acarrear cosas pesadas, cacería, troncos de árboles) y me dejaron hablar.

Cuando salí de Maroa en el avión, pesaba cuarenta kilos; en ese momento pesaba treinta y dos kilos.

-La dejaron hablar…?

-Uno de ellos, el señor Jesús, habla español.

En las últimas horas de la caminata yo no hacía sino ensayar lo que iba a decir cuando me encontraran: yo soy la doctora de Maroa, tuve un accidente, llevo tantos días caminando… un cuento que me había repetido ochenta veces y lo solté allí mecánicamente.

Sólo que lo dije mezclado con sueños, con incoherencias.

-¿Ellos hicieron lo correcto, desde el punto de vista médico?

-Perfecto. Si no fuera por la intervención de ellos, te garantizo que no estuviera viva.

-A partir de su formación científica ¿usted cree que los rezos de los indígenas tienen algún poder de curación?

-Lo tuvo para mí. Cuando ellos empezaron a cantar y a rezar yo comencé a sentirme aliviada.

No sé si eran los rezos o simplemente la presencia de ellos, pero me tranquilicé y recuperé el deseo de vivir.

-¿Qué pasó después?

-Otra odisea. Me llevaron a un riachuelo donde tenían una canoa muy pequeña.

En ella me llevaron hasta el Río Negro, donde tenían una lancha un poco más grande, con motor.

De allí me llevaron a su aldea en Agua Blanca.

Yo sólo podía pensar en una pantaleta limpia y ellos me la dieron, toda la gente de la aldea fue a verme y alguien me trajo una pantaleta enorme que, desde luego, no pude ponerme.

Durante todos esos días me hacía pipí encima, estaba muy hinchada y sabía que si me bajaba el bluyín no me lo podría subir de nuevo.

Yo olía a tigre, siempre he pensado que los niños me encontraron fue por el olor y no por los gritos.

La gente de la aldea me dio el poquito de leche que tenían y un pedacito de casabe. Me supo a gloria.

Después me llevaron a San Carlos (y no a Maroa, como yo quería).

Fueron muy juiciosos, todas sus decisiones fueron muy atinadas.

-¿Qué pasó en San Carlos?

-De todo. Yo conocía al teniente de la Guardia Nacional y al personal de la médicatura porque había estado una semana antes.

Pero no había nadie, todos estaban en Caracas en mi entierro.

Cuando empezaron a cortar mis pantalones fue que me di cuenta del estado en que se encontraban mis piernas, pensé que iba a perder al menos una, la que estaba más repleta de gusanos.

Tuve que superar el yeyo que me dio y empezar a darle instrucciones al odontólogo, que estaba más asustado que yo, y a una enfermera auxiliar, los únicos que estaban.

Pónganme un suero, un toxoide, yo no soy alérgica a la penicilina, pónganme un antibiótico, busquen solución de anís para limpiar los gusanos.

-¿Anís?

-Ellos también se sorprendieron. Pensaron que yo necesitaba echarme un palo después de haber pasado por tanta cosa.

Y apareció de todo, no sé de dónde salió en San Carlos hasta una botella de champaña, todas las bebidas alcohólicas del mundo… menos solución de anís.

En esos días había ocurrido un incidente y la frontera estaba cerrada (la frontera allí es como decir el edificio de enfrente, con el río de por medio).

Cuando entendieron que el anís tenía fines estrictamente medicinales, una monjita se pasó clandestinamente a Colombia a buscar solución de anís y la pusieron presa.

Fue un drama para que la soltaran pero llegó a tiempo con la botella. Las oraciones de las monjitas de San Carlos también me reconfortaron, yo no quería que me dejaran ni un minuto.

Esa noche me trasladaron a Puerto Ayacucho. Estaba lloviendo a cántaros y llegó una avioneta a buscarme.

-¿Cómo se sintió otra vez en un avión?

-Cómo crees, aterrada. Me salvé del primero, pensé, pero de ésta no me salva nadie.

El aeropuerto de San Carlos es una cosa mínima, con piso de tierra, no hay condiciones para aterrizar ni despegar, no hay luces, nada. Allí sólo hay tráfico aéreo de día y eso cuando el tiempo lo permite.

-El piloto de esa avioneta es otro más que se sumó a la cadena de solidaridad.

-Una estrella.

Es un veterano de Vietnam, uno de esos norteamericanos que están aquí con las Nuevas Tribus.

El avión aterrizó en San Carlos después que se pusieron todos los carros (no más de cinco) y motos del pueblo, además de unas antorchas, alrededor de la pista para darle alguna visibilidad al piloto.

No puedo describir el espanto que yo sentí al ver eso.

Pero me montaron y me llevaron a Puerto Ayacucho.

-¿Iban sólo usted y el piloto?

-No. También iba El Tigre, un excelente piloto venezolano; y un médico, Antonio López, el que había firmado mi certificado de defunción.

-La llevaron al Hospital de Puerto Ayacucho.

-Si, después de que en el aeropuerto me crucé con un periodista italiano que no sé por qué estaba allí, este hombre vino a hacerme preguntas y yo lo insulté preguntándole dónde estaba él cuando los médicos pasamos penurias, cuando no tenemos recursos para cumplir con nuestro trabajo y cosas así. Me llevaron al hospital, me anestesiaron y no supe más.

-¿Cuándo vuelve a saber de sí misma?

-En Caracas, al día siguiente. La misma avioneta me sacó de Puerto Ayacucho y me trajo. Yo estoy muerta y viva, gracias a un avión. Recuerdo la llegada al aeropuerto, la cara de mi papá, llorando y rezando (mi papá es ateísimo).

Me veo en la ambulancia aferrando la mano de mi papá. Y nada más.

Llegué directo a terapia intensiva y después a pabellón.

-Pasados veintiocho años ¿cree usted ahora que valió la pena sobrevivir?

-Si. Yo no tengo grandes cosas, no tengo riquezas, nada especial, pero estoy viva.

Por otra parte, uno no sobrevive para las grandes cosas sino para vivir la vida normal, no hay cosa más grande que la vida normal, ver a su familia, a sus amigos, para dormir en una cama limpia, para ver las calles conocidas, para ayudar a los otros… incluso para saber quién fue a tu entierro y quién lloró por ti.

1 comentario:

Anónimo dijo...

valiente raiza ruiz, te admiro viviste porque a pesar de la adversidad dios siempre esta alli y nos da la oportunidad para darnos cuenta que valio la pena seguir viviendo y seguir adelante.

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